princesa cyborg

su muerte

A veces pensaba como toda su vida había perseguido la tragedia. Cómo de niña protegía la creencia de que una gran fatalidad marcaría su vida y moldearía su identidad con precisa brutalidad.

Sentía una carencia profunda que la carcomía por dentro y estaba segura que el trauma la llenaría, o al menos tendría una excusa material para todo su inexplicable dolor. Incluso entrada la adultez resguardaba la esperanza de que eso pasaría y le daría una razón a todo lo que sentía como una premonición, o al menos le daría la razón en sentirlo.

Incluso a veces se alegraba, pensaba en esta tragedia como una fuerza transformadora que convertiría el dolor en sentido e inspiración, ya no sería una niña indefensa y enferma sino una brillante artista atormentada.

En retrospectiva no solo esta idea era ingenua, también demostraba las distancias que su mente infantil había estado dispuesta a recorrer con tal de protegerse, con tal de enterrar los traumas que ya la habían formado. Parecía ser que si bien había logrado protegerse, dañada buscaba aún más dolor. Los recuerdos ya no estaban pero su ausencia era voraz.

Cuando Mayra murió nada de esto pasó. No hubo ningún ímpetu que soplara las velas para llevarla lejos hacia tierras de genialidad. No la rebosó una pasión romántica que poseyera su pluma.

Fue una tragedia. La marcó y la moldeó. Se volvió parte de su identidad, pero lejos de llenar un vacío, solo le agregó uno nuevo. la palabra pérdida había cobrado un sentido nuevo en su cruel exactitud.

Creía que la dominaría como una cáustica pasión, pero lo único que pasó fue que cayó en un profundo abismo ensordecedor cuyas paredes la oprimían con la suavidad inclemente de las profundidades del océano.

Como una marejada arremetió el recuerdo de su retrato, la foto de su documento que le había mostrado el día que se conocieron. La recordaba tan hermosa, tan fumada mirando a la cámara con sus ojos rojos encandilada como un ciervo ante un camión que se le viene encima implacable. Su sonrisa tierna y confiada le iluminaba de consuelo para luego teñirla amargamente al recordar las cosas que esa sonrisa aún ignoraba.

Confiada e ignorante de todo lo que vendría. Indefensa.

Amargura y frustración ante el imposible pero intenso remordimiento que la dominaba, el remordimiento de no haber podido protegerla, haberla conservado así en ese estado inmaculada. O al menos haber podido salvarla de lo más terrible. De su muerte.

Por supuesto, luego se enfriaba y pensaba lo estúpido que era pensar todo eso, de la patética idealización que hacía de ella y de sí misma.

Usándola para alimentar su complejo de salvadora.

Usándola para desesperadamente intentar vomitar la culpa que se expandía profunda entre sus órganos como un parásito, como si por crear un relato de redención cliché fuera a lograr extirpársela y salir ilesa.

Intentaba que la nostalgia mutara su recuerdo y la imagen de sí misma en la de una mártir fracasada, una heroína quebrada, una desfiguración trágica. Una amante desgraciada intentando sobrevivir al síndrome de la superviviente.

¿No era lo mismo que usar el 'trope' de la mujer en la heladera en sí misma como mecanismo de afrontamiento? Patético. Librarse de o al menos aligerar la carga sobre su conciencia transformándola en indignación, pero la triste ironía de todo este espectáculo se revelaba aquí:

¿Indignación contra quién si no contra si misma? ¿Era realmente lo más terrible su muerte y no todo el sufrimiento que la había precedido? Irremediablemente, era de ambas la única culpable.

Culpable tanto de su muerte como de las tortuosas y atroces circunstancias que la habían llevado a ella.

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